Alga Nori

Hay días en los que recuerdo a mi tía Nora.
Nori le decíamos, el diminutivo de Norita, que ya era un diminutivo de su nombre. Casualidades, o causalidades, pienso ahora.
Nora, Norita, Nori pintaba mariposas de esas que en una época se pegaban en la heladera con un imán.
Visitarla era, para mí, un paseo a pie sobre las vías electrocutadas del tren fantasma, sobre todo luego de su primer intento de suicidio, cuando yo era muy pequeña y me llevaron a verla tendida en su cama, con un camisón celeste, llorando desconsoladamente y con las muñecas vendadas. Mi abuela también lloraba, y yo fantaseaba con que la mancha en el piso del baño de su casa era sangre de mi tía. La mancha no salió nunca, seguramente nada tenía que ver con lo que yo creía que era. O sí.
Las fiestas navideñas familiares estaban colmadas de charlas a cerca de Nori, que nunca iba porque “tenía fobia”, decían los adultos, mientras se encogían de hombros.
Recuerdo ser muy pequeña e intentar jugar con ella, que nunca tenía ganas, y con su voz mínima me decía “no tengo ganaz ”, porque ceceaba.
Para mí era un monstruo que fumaba Particulares 30 y tenía problemas que nadie me explicaba exactamente en qué consistían, pero la habían llevado a cortarse las venas y manchar el piso del baño de la casa de mi abuela. Ese episodio, si bien no fue agradable en lo mas mínimo, me dio cierto aire de importancia al día siguiente, cuando fui a la escuela y le conté a mis compañeritos “mi tía se cortó las venas porque se quería morir pero no se murió”.
Yo tenía como ventaja el hecho de vivir lejos de su casa, y ahora pensándolo bien, ese detalle me ha favorecido enormemente en cierto momento que ya les relataré en los párrafos siguientes.
Crecí escuchando la historia oficial a cerca del “problema” que tenía Nora: la muerte de su hermano atropellado por un camión, cuando ella tenía quince años. Decían que Nora era alegre y divertida cuando niña, pero que después de “lo del hermano”, se metió “para adentro” y quedó así. Lo curioso era escuchar que su otra hermana también se había cortado las venas una vez, pero no como Nora, se las cortó “un poquito nada más” porque estaba triste luego de separarse de un marido que se llamaba Eduardo, como un compañero mío de la primaria, al que me pidieron que no nombre en las reuniones familiares para que mi otra tía no se ponga triste.
Norita era baja, llevaba el pelo corto y lavaba su ropa con el mismo jabón con el que se bañaba, luego la colgaba en una soga y a eso olía ella, a jabón de tocador.
Un día Norita decidió morirse en serio. Parece que abrió todas las llaves de gas de su casa, que estaba junto a la de sus padres.
Había terminado el día de la madre y alguien llamó a mi casa “explotó todo”, me dijeron. Y nombraron a Nora. Al día siguiente me acerqué hasta la casa de mi abuela, los escombros formaban una montaña a la que había que trepar si querías llegar hasta lo que, un rato antes, había sido el living.
Todos lloraban. La escena era patética, una casa entera reducida a escombros. Cámaras de televisión, y vecinos diciendo “los ladrillos cayeron en mi casa, y eso que vivo en la esquina”
Un tío mío decía que la culpa la tenía la empresa de gas. Mis pericias indicaban un claro atentado de Norita hacia ella misma y su entorno.
Al menos logró morirse, y no como la otra vez. Lo único que puedo recriminarle, es el haber destruido aquel baño de mi abuela, al que a veces necesitaría volver para confirmar si aquella mancha que recuerdo estaba allí, o la inventé.