Musca II es la segunda parte de un relato que pueden leer haciendo click acá —> Musca
Luego de mucho tiempo de llevar una banana pegada en la frente, comencé a preguntarme el porqué de mi necesidad de vivir rodeada de moscas.
Al principio fue una forma de protegerme, cualquiera que se acercara a mí con una iguana escondida, sería descubierto por la insistencia de su reptil para comerse mis moscas. Pero el peligro había desaparecido, ya había aprendido a espantar reptiles y la presencia de moscas comenzaba a perturbarme.
Una mañana me animé a desprenderme de la rutina de aplastar una banana en mi frente antes de salir. Me bañé, desayuné y salí a la calle con el rostro perfumado y despojado de aquél puré que, con las horas, se convertía en una masa oscura, maloliente y pegajosa. No resultó sencillo el andar. Sentía que algo me faltaba. Tuve miedo como nunca antes. El temor comenzaba a crecer desde mis pies y al subir se apoderaba del aire hasta ahogarme. Imaginé, como nunca antes, la presencia de reptiles por todos los rincones. El mundo se transformó, para mí, en una amenaza sin precedentes, y mi decisión de no rodearme de moscas, parecía haberse convertido en un castigo más que en una solución.
Mentiría si dijera que no tuve ganas de volver a salir con la banana aplastada en la frente. Muchas veces me detuve para no hacerlo. Sentía que el caos que había conocido al no rodearme de moscas, únicamente podría vencerlo con control.
El temor me acompañó durante mucho tiempo, si bien no podía evitar sentirlo, en ocasiones podía controlarlo con respiraciones profundas, regulares y pausadas. Pasado el momento quedaba abatida. En esos días, también, descubrí que no temía tanto a los reptiles como a la ausencia de moscas. Mis conversaciones con otras personas se vieron limitadas durante todo aquel tiempo, ya que el tema que me ocupaba no podía ser fácilmente comprendido y corría el riesgo de ser juzgada maliciosamente, y en mi estado no podía darme el lujo de exponerme a crueles comentarios. Me sentía débil, librando una batalla, sí, pero débil, indefensa y sin moscas.
Lenta, muy lentamente, comencé a experimentar una nueva sensación desconocida y desconcertante: odiaba a las moscas. Me di cuenta un día al pasar cerca de una y, sin pensarlo, aplastarla contra la pared. Los seres humanos no estamos preparados para comprender los cambios. Lo primero que sentí fue placer, lo segundo, temor a haberme convertido en un reptil. Nuevamente el miedo, y el caos que llegaba esta vez desde otro lugar. Ya no sentía miedo del mundo, comenzaba a sentir miedo de mí. Cansada de lidiar con el miedo, el caos, los reptiles, las moscas y el mundo, cierto día compré un kilo de bananas para aplastar por todo mi cuerpo, llenarme de moscas y sentir nuevamente que estaba protegida. Pero una nueva sorpresa me esperaba: las bananas me repugnaban tanto como las moscas. No tengo salida, pensé. Probé con otros alimentos, me embadurné la cara con paté y salí. Volvieron las moscas, pero ya no me servían. Definitivamente había llegado hasta la zona más empantanada, hedionda y oscura de mí misma. El fondo, el habitáculo más siniestro y miserable de mi ser, el sótano construido en los cimientos mismos de mi mente enferma, “debo comenzar a curarme”, dije.
Entré al baño de un bar para quitarme ese absurdo paté del rostro, estaba enfurecida, triste, desesperada, asustada y cansada. Abrí la canilla y sin dudar me mojé la cara, el agua estaba fría, la pileta se llenaba de un líquido amarronado y espeso que iba cambiando de color a medida que continuaba lavándome. Finalmente el agua se volvió clara, levanté la cabeza y encontré mi cara limpia reflejada en el espejo,- :hola, me dije, y salí a la calle. Una bandada de murciélagos se acercaba desde la esquina, podría haber corrido a refugiarme en algún lugar, pero escaparme ya no era para mí una opción. No detuve el paso ni siquiera cuando me rodearon, y al no obtener respuesta siguieron su camino. Y yo el mío.